No era un pueblo tan pequeño como para estar al tanto de todo ni merecía la denominación de ciudad. No era un día caluroso ni se sentía frío en mangas de camisa. No era un domingo cualquiera ni particularmente señalado.
Circulaba en su vehículo cuando encontró cortada la calle de acceso a su cafetería habitual, aquella en la que siempre era asistido con la sonrisa de una joven camarera, otrora compañera de cama, romance pasajero, dulces memorias del caballero, mejor relación, tanto que algunos días, al volver al coche, reparaba en la cuenta de que a veces ni recordaba que habían compartido contadas tardes y noches de pasión.
El forzado cambio de rumbo le hizo pasar por la iglesia. El tumulto transitando un paso de cebra anejo a la casa de Dios le hizo detenerse. No tenía prisa, no le resultó algo molesto.
Al subir la calle las campanadas le advirtieron de una celebración inminente. Pensaba, como respuesta al estímulo sonoro, en la identidad de los novios, cuestión que le traía completamente sin cuidado. ¿Acaso vivimos pensando permanentemente en cuestiones capitales?
Parado allí giró el cuello para calcular cuánto más tiempo habría de estar en la quietud, segundos de la vida que no pasarán a la historia. Eso es lo que nos creemos a veces.
La vio, no tenía intención de cruzar, se rebuscaba en el bolso. Un metro setenta, centímetro de tacón arriba, centímetro abajo, envueltos en un vestido claro ajustado. El pelo recogido y uno de los brazos que le faltaban a la Venus de Milo. Divinas curvas, preciosa silueta. Nuestro protagonista observó el perfil, tanto le gustó que deseaba ver el alzado.
El equilibrio entre la belleza de su cara y el cuerpo de una diosa a la que se insultaría profundamente tachándola de cañón. Demasiado vulgar, lejanamente coherente calificativo. Un cuerpo mesurado por el que un hombre podría perder la cabeza sin el más remoto vestigio de exceso en las proporciones.
Revisó de nuevo la silueta. Con el espíritu más crítico que pudo busco exceso de carne compactada por lo ajustado de la vestimenta y no lo encontró. Así que, estando como estaba ante la casa de su Padre, le pidió que le diera el tiempo suficiente para poder verla de frente.
Concedido. No sacó nada del bolso – debió ser un chequeo, tal vez un olvido – y se giró hacia el tipo. Los perfiles no dan cuenta de la profundidad.
Desesperantemente bien formada, imposible de mejorar, al menos para él. La miró, tanto como pudo, clavó sus ojos con la intención de darle un pequeño pellizco en el alma y que la chica tuviera conciencia de que el hombre estaba dedicando ese breve instante de su vida exclusivamente a mirarla.
Siempre miraba desde la altura precisa, lo había aprendido con el tiempo, mirar desde abajo a mujeres atractivas a veces le había dejado demasiado expuesto y después nunca supo como remediar las situaciones. Nunca ojeaba desde arriba a nadie, menos iba a hacerlo ante tamaña mujer. Para su desgracia momentánea ella no se dio cuenta.
Acabó la incesante procesión y continuó su marcha impactado. Era la segunda vez en la vida que se le pudo ver así. Años antes, viajando a Cádiz, otra dama salida del mismísimo Edén dormía en la fila de asientos contiguos. El viaje se le hizo cortísimo mirando a la dormida, posiblemente aquella era más bella que esta, tenía una boca pintada por algún maestro del romanticismo, era rubia y le hizo olvidar la pesadez del trayecto, el olor insoportable de la insufrible línea de autobuses Portillo -propietarios de la concesión del transporte entre Málaga y Algeciras- y hasta el molesto sol que le abrasaba literalmente la cabeza merced a que su acompañante no tuvo a bien correr la repulsiva cortina roja, vieja y ajada, a disposición de los asientos doce y trece.
Una vez estaba el café – siempre el primero con leche – fantaseaba con que la mujer fuera vecina del lugar. Se convenció de que era posible que no la conociera por la existencia de varios institutos en su juventud, porque no tuvieran edades parejas o por la incontestable y divina majestuosidad de la vida que hace florecer súbitamente o consiente metamorfosis insospechadas a algunos de sus elegidos. Él siempre había agradecido esta última cuestión, fan de la competencia, ferviente defensor de los débiles, se sonreía cada vez que alguna flor tardía era objetivo de las miradas desesperadas de las que se marchitaron por exceso de miradas, de las se creyeron insuperables, de las que están muertas de gloria. Muertas por su propia necedad. Muertas que han de apartarse más y más a cada explosión primaveral. Muertas porque su incapacidad para vivir sin prepotencia acabó con su esplendor. Juguetes rotos que nadie quiere ya, hormigas que buscan palos en pleno torrente.
“Si es de aquí debo conocerla”
-"La belleza está en los ojos del que mira", célebre cita, verdad de profundidad. Toda la capacidad de empuje y arrastre varonil de la olvidadiza, del mejor envoltorio visto en ese pueblo olivarero, podría difuminarse en menos de lo que un grillo tarda en frotar sus patas con un discurso impertinente, con faltas de sutileza, con síntomas de escasa formación vital. Ignorancias, atrevimientos o vulgaridades que pueden convertir a una princesa en la más horrenda vacaburra vista y por haber. Algunos hombres reparan en esto, otros, por suerte para el incremento de la población mundial, no.-
Inmerso en los pensamientos anteriores se convenció de que la chica era particular, se lo decía la imagen que había grabado de ella. Es imposible representar esa imagen, buscar entre las pocas cosas que hubiera en aquel pequeño bolso con ese gesto tan luminoso, pensativa, frunciendo por momentos el ceño. Más que sabedora de que nadie la miraba, no le ocupaba el más mínimo rincón de neuronas mantener la pose de mujer mortal de necesidad para el sexo opuesto. Sin duda, era más importante resolver el asunto del bolso que poner un pie de otra forma para marcar mejor el trasero.
Una belleza de rotundidad tal que con una expresividad leve que hacía ver su interior, manufacturado a imagen y semejanza, de las mismas sedas. A veces se ataca a las mujeres atractivas que además consiguen méritos no ligados al estereotipo. Burros son aquellos que hacen reglas de tres simples. Pobres asnos a los que se ese tipo de mujeres negarán sistemáticamente la caricia. Se lo buscan ellos solitos.
Efectivamente, se conocieron, el forzó la situación, y, como marcaba antiguamente esa regla no escrita, saludó primero. Después no hubo de esforzarse mucho en demostrar su categoría humana y, por ello, y sólo por la combinación que se presentó ante los ojos de la chica, accedió a ser su amante.
Cuando le habla desde la cama mientras se afeita cae en la cuenta de que su voz produce la misma sensación interior que el visionado de aquella estampa, más si cabe. Cuando hablan ocurre algo similar.
Hay soles que nunca llegan al ocaso, que se mantienen estáticos inmutablemente y girasoles que ya no agachan la cabeza por la noche. Afortunados seguidores solares que encontraron sus manantiales de radiación y vive Dios que los cuidarán. Pronto volverán a sonar las campanas.